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En medio de un conflicto que no cesa, la rutina diaria ayuda a las mujeres sudanesas a escapar de los horrores de la guerra

En cuclillas sobre el suelo arenoso, una joven entreteje tallos para armar un techo. La pequeña choza que está construyendo se sumará a decenas de miles de chozas similares, construidas apresuradamente con tallos y hojas, y cubiertas con lonas o bolsas de plástico.

Adré es una ciudad de 12.000 habitantes en Chad. Se encuentra en la frontera con Sudán y se ha convertido en el hogar improvisado de más de 100.000 refugiados sudaneses. Casi el 90 % son mujeres y niños que han cruzado la frontera a pie, huyendo de la brutal violencia que se ha propagado en su Darfur natal poco después del estallido del conflicto en Sudán el 15 de abril.

Kaltuma es una mujer de contextura pequeña, arrugas profundas y ojos nublados por las cataratas. Tuvo que juntar todas sus fuerzas para construir su choza, donde vive con sus dos nietas de tres y cinco años. La hija de Kaltuma partió junto a sus otros dos hijos en busca de trabajo en los campos agrícolas que están fuera de la ciudad. Todas las mañanas, Kaltuma recorre los barrios de Adré, tocando puertas y pidiendo alimento. Con lo que logra conseguir, prepara la comida para ella y sus nietas.

Si bien los residentes de Adré han acogido a los refugiados, Chad es uno de los países más pobres del mundo y tiene escasos recursos. "El número de personas que han llegado aquí sin nada es diez veces mayor que el total de la población local. Imaginen si sucediera algo así en una ciudad de Europa", explica Mirjana Spoljaric, presidenta del Comité Internacional de la Cruz Roja, quien visitó el este de Chad para sensibilizar sobre la grave escasez de financiación humanitaria para esta crisis.

Tras el pronunciado aumento de la población, los precios de los alimentos se han disparado y los servicios esenciales, como el agua y la atención sanitaria, que ya escaseaban antes de la afluencia de refugiados, se encuentran al límite de sus capacidades.

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Alyona Synenko/CICR
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Someya estaba embarazada cuando huyó junto a sus hijos de su pueblo en el oeste de Darfur. "Mataron a mi padre en la mezquita después de la oración de la tarde", cuenta mientras mece a su bebé a la sombra de una lona tendida sobre su cabeza. "Cuando me enteré de lo que había pasado, corrí hacia la mezquita. Murió en mis brazos. Mi marido siempre está fuera por trabajo, por lo que mi propio padre también era como un padre para mis hijos".

Tras horas de caminata, Someya llegó a Adré junto a sus hijos y se desplomó. Pasó varios días sin recuperarse, producto del miedo y el agotamiento. Un mes después, dio a luz a una niña bajo un techo de lona y poco después tuvo que salir a buscar trabajo para alimentar a sus cuatro hijos.

"Intenté trabajar en una construcción, pero requería mucho esfuerzo físico, y no me permitían amamantar a mi bebé. Ahora trabajo lavando ropa en casas de familia. No les molesta que vaya con la bebé". Sale temprano a trabajar y con lo que gana compra comida para el día.

En Darfur, Someya se dedicaba a hacer tatuajes de henna. Su familia tenía una buena vida y suficiente comida. En el campamento, la realidad es otra, y llegó un momento en que estaba tan mal alimentada que se quedó sin leche para amamantar a su hija.

Mientras Someya está en el trabajo, sus hijos van a buscar agua. Es una tarea larga y tediosa en un lugar que ya tenía escasez de agua mucho antes de que el número de habitantes se disparara. A las cinco de la mañana, ya hay una larga fila de bidones y cubos de plástico.

"Dejo mi bidón en la fila y vuelvo a revisar cada dos horas para que no se pase mi turno", explica Zuhal, de 17 años, vecina de Someya en el campamento.

Alyona Synenko/CICR
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La rutina diaria de supervivencia las ayuda a distraerse y no agobiarse por los recuerdos de los horrores del pasado y las preguntas sobre el futuro. Zuhal vivía en la ciudad sudanesa de Al Geneina y dedicaba su tiempo a estudiar y ayudar a su mamá con la granja familiar hasta que se vio obligada a huir en busca de seguridad. "Llegamos aquí descalzos y en mitad de la noche. En el camino, vi cómo asesinaban a varias personas", cuenta Zuhal.

La adolescente quiere mudarse con su tío, que vive en Gedaref, en el este de Sudán. Ha utilizado el servicio de telefonía de la Cruz Roja para contactarlo, pero no ha podido comunicarse.

La mayoría de las mujeres en el campamento se encogen de hombros cuando se les pregunta qué esperan del futuro. Es la peor de las privaciones que padecen: han perdido la esperanza.

"No sé qué quiero hacer", confiesa Someya. "La vida en el campamento es difícil, pero no tengo a donde regresar. Mi casa se incendió. Perdí todo lo que tenía. Aunque pudiese volver, tendría que empezar de cero. No es fácil".